El florero de mamá

     No entendía por qué su padre le había heredado aquella casa, especialmente, cuando ella le había dejado claro, desde hacía años, que no quería nada de él, mucho menos, quería nada con aquel lugar maldito, el lugar en el cual su vida había cambiado irrevocablemente. Inicialmente, había pensado en rechazar la herencia, pero decidió que era mejor que nadie más habitara aquella casa, así, ninguna otra mujer sufriría el destino que su madre. Había decidido ni siquiera ir, pero la curiosidad le ganó, aquel fin de semana tomó el bus para ir a su antiguo pueblo, eran seis horas de viaje hacia aquel lugar metido donde el diablo dejó perdida su chaqueta.

Tras el cansado viaje, tuvo que  caminar, además, entre potreros mayoritariamente abandonados para llegar a la casa, la cual estaba aislada incluso del pueblo ¡y eso era mucho decir! Cuando por fin llegó, se estremeció, parecía una de aquellas casas de película de miedo en la cual le hubiera implorado a la protagonista que no fuera estúpida y no entrara a ese lugar. La pintura estaba descarapelada, los vidrios de las ventanas rotos, había grafitis, el techo estaba roto, había partes del techo que faltaban y, aun así, contra todos sus instintos que le gritaban ¡corre!, igual que aquellas protagonistas a las que tanto había juzgado, entró.

La puerta crujió, resintiendo que la moviera, estaba pesada, llena de humedad al igual que todo el ambiente, que se sentía denso y pegajoso, estaba temblando, sentía que aquella humedad se le había filtrado hasta los huesos. Mientras avanzaba bajo sus pies, crujían vidrios, hojas, exoesqueletos de bichos y otras cosas sobre las cuales prefería no pensar mucho.

A pesar de que eran las 12 del día, la casa parecía tragarse toda la luz externa de alguna manera, como un agujero negro,  aquel fenómeno también ocurría con ruido, tan solo  escuchaba su propia respiración, sus pasos, los lamentos de la casa… pero nada de afuera, como si al haber atravesado aquel portal todo lo del mundo exterior hubiese desaparecido.

De repente, algo llamó su atención, desde el rabillo del ojo vio que algo desentonaba, algo vivo en medio de toda aquella podredumbre. Era un florero que su mamá siempre había amado, de cristal prístino, lo extraño era que tenía flores vivas y agua limpia, se acercó a agarrarlo, pero  apenas lo tocó, escuchó aquella voz que tanto odiaba:

“Siempre serás mía”.

Del susto lo soltó y se quebró en mil pedazos, las flores cayeron podridas al piso, el florero envejecido y sucio. Probablemente, estaba alucinando, se dijo a sí misma para tranquilizarse. Antes de ir a la casa había releído el artículo del periódico que contenía la entrevista que le habían hecho a su padre, la odiaba especialmente porque había quedado como un marido preocupado por su esposa desaparecida:

“Estamos haciendo todo lo posible para encontrarla. Tanto Isabel como yo estamos destrozados. Amor, si me estás escuchando, quiero que sepas que siempre te esperaré. Te amo. Siempre serás mía.” Esa maldita frase siempre la había perseguido, porque ella sabía con certeza que su padre había asesinado a su madre, pero como el cuerpo nunca se encontró, ella quedó como una loca cuando lo trató de exponer y él como la víctima, el marido triste que había perdido a su esposa y además a su hija, que era una malagradecida. Aquel maldito despojo de ser humano se había muerto sin ninguna consecuencia por sus actos. Y siempre recordaba como le decían en el pueblo:

“Tu padre es tan bueno. Se preocupa tanto por ti. Tienes que pensar bien en qué tipo de hija quieres ser.”

Comenzó a llorar, llorar de odio, llorar de tristeza; concluyó que nunca debió haber ido, se dirigió a la puerta, pero esta se cerró de golpe y,  por más que trató de abrirla, no podía. Un zumbido ensordecedor la tenía aturdida, podía sentir cómo las paredes se cerraban sobre ella, la casa parecía respirar.

—¿Qué más quieres de mí?

Gritó mientras le pegaba a la puerta. Se le clavaron astillas, aruñó hasta que le sangraron las uñas, sentía que no podía respirar, estaba desesperada, a punto del desmayo cuando la escuchó:

—Ven, hija.

Aquella voz que tanto había añorado, aquella voz que olía a plátanos en miel, a canela y a caña recién cortada.

—¿Mamá?

—Ven.

Tanto la casa como ella seguían estremeciéndose, pero aquella voz le dio fuerzas, respiró hondo y fue al cuarto de su mamá, el cuarto de costura era el única lugar donde su padre no entraba y las dejaba en paz. Se sintió de nuevo niña, como cuando correteaba por el cuarto, interrumpiendo a su mamá constantemente, escuchó su risa, como cuando se ponía retazos de tela y fingía modelar para su madre.

Limpió el espejo un poco, ahí estaba ella de pequeña, agarrada a la mano de su mamá, se sentía cálida y segura, la volvió a ver y le indicó que la siguiera en silencio. En su mente la casa era como antes, llena de plantas, de vida, olía a sopa, afuera se escuchaban los pájaros cantar y en la radio sonaba música. 

Sin embargo, Isabel escuchó un crujido, cuando volvió a ver hacía atrás la casa estaba cubierta de moho, parecía extender sus hinchadas venas, buscaba alcanzarlas, trató de advertirle a su mamá, pero ya no estaba, estaba sola, de nuevo sola. Trató de cubrirse los oídos porque el zumbido estaba ahí de nuevo, le estaban sangrando los tímpanos, no veía nada, percibía un olor a podrido, pero era un olor muy específico, y en eso entendió…

Se levantó a cómo pudo y corrió hacia la parte de atrás de la casa, habían subsistido por muchos años con un sembradío de caña que procesaban para hacer azúcar, tapa dulce y melcochas, pasó por el rancho donde la máquina oxidada molía caña inexistente, recordó al cínico de su padre mostrándole orgulloso a los policías su maquinaría y dándoles agua dulce, se le revolvió el estómago.

Y fue como si lo hubiera invocado con tan solo pensar en él, estaba ahí atravesado justo hacía donde ella quería ir, bloqueándole el paso. Siempre había odiado aquella sonrisa suya de prepotencia, deseaba poder arrancársela del rostro.

—No deberías estar aquí jugando, hija. Si no haces caso, voy a tener que castigarte —Isabel no se dio cuenta de en qué momento o cómo, pero aquel ser repugnante tenía la faja en la mano—. Te has convertido en toda una mujer, mejor, tal vez te de una lección como las que le daba a tu mamá.

Dio un paso hacia atrás, de nuevo era aquella niña indefensa, cubrió instintivamente sus oídos, recordó los gritos de su mamá de aquella vez, una de las peores de todas. Había salido corriendo a ver qué le pasaba y había encontrado que su padre tenía a su mamá doblegada contra el fogón donde se calentaba la caña, su cara estaba a punto de ser calcinada.

—No, papá, suéltala por favor, suelta a mamá.

Isa trató de golpearlo con sus infantiles puños sin ningún éxito. Su padre por fin la soltó y le dio una bofetada tan fuerte a Isabel que la dejó aturdida, aun así, tirada en el piso y medio inconsciente, se había sentido aliviada por haber salvado a su mamá.

—Bestia, ¿qué le has hecho? es tan solo una niña—gritó su mamá alarmada.

—Si te atreves a llevarla al hospital o llamar a la policía, las mato a las dos. Las quemo con el bagazo, con la basura como ustedes—dijo su padre amenazante y provocador.

Recordó el olor de su mamá. La seguridad de ser acunada por aquellos brazos que tanto amaba. Esa no fue la única vez, pero estar ahí había hecho florecer aquel doloroso recuerdo. Se dio cuenta de que estaba llorando, hecha un puñito, meciéndose, con los oídos tapados y recitando:

—No papá, ya para por favor, para, papá, no lastimes a mamá.

Su mamá, su mamá merecía ser encontrada, merecía más que morir en el olvido sin tumba, pudriéndose en medio del bagazo. Ya no era aquella chiquilla aterrorizada por su papá. La molienda seguía su fantasmal trabajo y el horno también estaba humeando, listo para quemarlo todo, así como ella. Se levantó y miró a aquel ser despreciable, el odio reverberaba en todos sus huesos.

—Ya no tienes poder sobre mí —le gritó a la figura que la miró burlona— ya no tienes poder sobre mí. ¡Ya no tienes poder sobre mí!

Isabel gritó y gritó, hasta que poco a poco la sonrisa de esa cosa desapareció. Y siguió gritando sin parar, hasta que la figura se desvaneció del todo. Se sentía débil, pero no tenía chance de seguir llorando, así que se obligó a seguir adelante. Era tan obvio que dolía, porque era evidente que los inútiles policías ni siquiera habían revisado a profundidad la zona. Llegó al depósito donde guardaban el bagazo para que se secara, una bodega claustrofóbica y sin luz.

Su mano temblaba al abrir la puerta, sabía que podían haber alacranes, serpientes y otras alimañas ahí; pero no le importó,  comenzó a quitar desesperada los restos de caña seca, se metió de cabeza, como en una piscina de podredumbre, le picaba todo el cuerpo, sentía bagazo en sus orejas, en sus ojos, su nariz, su boca sabía a polvo, no veía la luz ya, sentía que se asfixiaba, hasta que tocó algo cilíndrico, uso las pocas fuerzas que le quedaban para arrastrar hacía afuera el esqueleto de su mamá, en su cráneo tenía una hendidura. Cuando la policía por fin llegó y sacó todo el bagazo encontraron el florero de cristal manchado de sangre oxidada…  



Comentarios

Entradas populares de este blog

Sinser

Tutorial para pegar la suela de un zapato con chicle