El gran festín

    Las primeras en llegar a la fiesta fueron las moscas, atraídas por supuesto por el dulce olor de la carne en descomposición. Segundo, fueron las ratas, duraron un poco más en entrar porque tenían que atravesar la madera para poder disfrutar del delicioso y fresco manjar. Tercero, fueron sus aguafiestas vecinas, que llegaron a envidiar lo que ya casi ninguna poseía y a burlarse de su terca determinación por no migrar.  


    En ese espacio tan confinado había una extraordinaria mezcla de olores, sonidos y sensaciones. Era un carnaval para los sentidos: para el oído se escuchaba la sinfonía de los roedores masticando y desgarrando con glotón ritmo, para los ojos se veía a los gusanos moverse debajo de la piel en coordinada coreografía cuales nadadores sincronizados y para el olfato y el gusto el show pirotécnico de los gases que explotaban como coloridos fuegos artificiales en un día de feria.


    Aquel carnavalesco espectáculo poseía también cualidades de estudio científico. Así, ella observó con enfermiza determinación como poco a poco el cadáver mutó de un cuerpo sano de persona en estado de apacible sueño, a un cuerpo putrefacto e hinchado hasta el punto de parecer un deforme sapo, a la perdida de musculo que conllevo a que el cuerpo más bien pareciera un pez globo desinflado y aplastado, hasta que solo quedaron los huesos, limpios, relucientes y puros como la luz de la luna.   

 
    Y la luz de la luna era su única compañera… para ese momento ya no había nadie con ella. Para ese momento ni ella recordaba porque seguía vigilando aquel esqueleto como si su vida dependiese de ello, especialmente considerando que vivir era un bien que ya no poseía. Tampoco recordaba quién había sido ella, ni era del todo consciente de qué era en ese momento. Así que lo único que pudo hacer fue continuar vigilando aquellos desgastados huesos en espera de una respuesta que nunca le iba a llegar.   

 

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